domingo, 16 de enero de 2011

Madre

Madre


Tenía la cabeza de nuevo bastante clara para pensar, se sentó en el sillón, cogió del cesto el jersey a medio hacer y volvió a tejer cantando en francés. Me encantó verla así otra vez, tan activa como había sido siempre en cuanto la primera luz del día espabilaba sus párpados y le hacía sonreír. Ayer una bobada de corte con el cuchillo del pan hizo que le manara sangre sobre los dedos de forma tan ridícula que le sacó del letargo. Ya me había rendido a su demencia, a su mirada perdida buscando a mi hermana trayéndole un figurado café de media mañana.

Ayer me pidió por última vez que le comprara el mismo número de lotería que anteayer y que cualquier otro día desde hacía tantos; le daba igual que hubiera o no sorteo, sólo quería demostrarle a su hija que seguía confiando en la visión que tuvo su niña con seis años y la boca llena del azúcar de las chucherías. Clara ya no iba a aparecer. Tampoco lo haría hoy, pero hoy no reclamó su boleto.

La última semana había decidido dejar de pasear, dejar de dar la vuelta a la manzana de todas las tardes del último mes; no fuera a ser que Clara estuviera a la vez rodeando el edificio desde la esquina opuesta, perdida en busca de su madre extraviada. Antes llegaba hasta el río; el médico le pidió que lo siguiera haciendo, que tomar el aire le sentaría bien. Y el médico le rogó que lo dejara de hacer para que su corazón de anciana no sufriese tanto, sin que supiéramos si su dolor lo causaba el riesgo de alejarse de casa o la expectativa de que llegara nadando y sus manos se abrazaran, una desde la baranda, la otra aún en el agua.

El resto del día lo gastaba sentada en la mecedora junto a su cama. Susurraba plegarias que sólo ella entendía, dirigidas nunca supe a quién; y jugueteaba con la yema de sus dedos para distraerse, o quizá los usaba como cuentas de un rosario que multiplicaba cuando quería. El desvarío que yo no entendía crecía y se alimentaba de ella, su consciencia había sido secuestrada en el mismo instante en que Clara se fue. Sería febrero cuando a la vuelta de una de mis visitas al médico a contarle cualquier nuevo retroceso de Madre (él había dejado de visitarla a fin de año, decidió que era una pérdida de tiempo si ella ni siquiera comprendía de qué tenía que curarse) la encontré sentada en el borde de la bañera, con el traje de baño puesto y dos pescadillas flotando muertas en el agua. A mi hermana le encantaba el mar. La aparté de allí con el engaño de que tenía fiebre y la tendría que meter en cama dos días; aún me reconocía un mínimo de autoridad para hacerme caso porque aún era mi madre, a pesar de que su mirada distraída en el horizonte de los azulejos del baño quisiera demostrarme que me estaba quedando sin tiempo para seguirlo pensando.

Pasó esos dos días haciéndose la dormida, sin descansar, rozándose las yemas de los dedos bajo la sábana, hacía lo mismo que el día en que me empezó a asustar, la veía vieja y cuando se quiso levantar se movió igual que un escarabajo boca arriba. Cualquier baile seduciendo a la muerte resultaba menos grotesco que ese abandono. Yo había ocupado el otoño inútilmente en la búsqueda de un cambio de trabajo y mi cabeza no había tenido tiempo de darse cuenta de que lo de Madre estaba ya muy lejos de un simple periodo de fatiga. Estuve bloqueado mirándola, sólo un grito suyo me hizo moverme y ayudarla; a principios de diciembre aún gritaba.

Los martes siempre quedaba a comer con los amigos. Pasamos todo el verano fantaseando con poner nuestra propia tienda, pero los planes nunca atravesaban la puerta del café y no se movían hasta el siguiente día. Sólo era una evasión para nuestro aburrimiento, lo usábamos como droga, no había nada más interesante que hacer ni más grave de lo que preocuparse. Sólo se trataba de desperdiciar el tiempo que nos sobraba fuera del trabajo o nuestra vida familiar, la mía absurda y solitaria a excepción de mi madre, que llevaba unos meses viviendo un poco más lento. Más lento y no supe comprender nada más, no supe que el calor ya no tenía nada que ver con ratos demasiado largos en la mecedora, con no desayunar, con soñar en alto en castellano y no en francés, con dejar de leer el periódico y los trabajos de sus alumnos escritos hace treinta y cuatro años; había perdido el cariño a todo lo que fue.

Creo que yo no quería saberlo y me engañaba a mí mismo con toda clase de ocupaciones aparentes. No era feliz, me desentendía de la felicidad de cualquiera a mi alrededor y mi madre no fue menos hasta que me dio pánico por la mañana; tan crudo, tan frío como desperezarte junto al quicio de una puerta y contemplar a tu madre casi inútil. Lloras y gritas. La impotencia de ser consciente de que el tiempo tirado a la basura nadie te lo devolverá para que ayudes a tu madre o siquiera se lo entregará a ella para que siga sosteniéndose sola. Miramos los relojes creyendo entender lo que vemos, miramos allí el tiempo sin ver que pasa por todas las demás cosas y no por ellos, sólo cuentan para que decidamos qué cuentan, para que yo quisiera que en mi caso fuera nada. Nada me sugería algún interés real.

En febrero había empezado a abandonarla, seguramente noté un par de cosas raras de las que no fui demasiado consciente. Madre estaría cansada o algo aburrida, sobre todo por las tardes en que sin Clara ya no tenía con quién charlar de las diferencias de la escuela de entonces y de ahora. Yo hacía la misma nada de siempre con la que era imposible despertar su interés o darle una distracción; pasando las hojas de un periódico que no leía movía el aire debajo de mi cara, no la miraba, no la escuchaba, sólo la suponía sin cambios porque me convenía no arañarme las palmas de las manos por la rabia de que a ella sólo le quedara a su lado su hijo más absurdo, el que aún no olía su vida. Madre no podía verse reflejada en mí. Poco tenía que ver mi apatía con las inquietudes de mi hermana o su saber qué aportar a cada hecho que acontecía en la vida de Madre, porque Clara sí la conocía, porque yo era como el vecino al que siempre saludo y sonrío en el rellano pero ignoro su nombre. Madre sí me dio nombre. Madre volcó su interior en mí, en su hijo que ejercía de pozo negro de sus esfuerzos. Nada se percibe de ella en mí.

Madre nada sabe del accidente que se llevó a Clara al inicio del anterior invierno. Se lo conté, pero no sé si no quiso escuchar o si le faltó fuerza para comprenderlo. Hoy me encanta verla tejer otra vez. Me queda averiguar si por fin asimiló la irremediable ausencia de mi hermana o si su consciencia ha degenerado hasta olvidarla. De cualquier modo, ya puedo descansar y recuperar mi orden, Madre sabrá cuidarse. Mi nada volverá a ser la de costumbre.

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