martes, 1 de septiembre de 2015

Sin luna

Dos patas como palos roídos y un abrigo de hojas negras, deshechas, podridas de malas ideas.
Encorvado.
Condenado por algún desgraciado a dominar oteros sin nombre.
De espaldas a cualquier carretera, sin lugar fijo al que dar sombra, baja al pueblo más cercano en las noches sin luna a rascar con las uñas en las ventanas de quienes duermen, sólo por molestar,  por inquietar sus sueños sin que lleguen a saber por qué al despertar tenían esa sensación de no haber pegado ojo pero tampoco acordarse del paso de las horas. Sin idea de qué les podían haber robado en la luna nueva; pero algo les faltaba, algo guardado sin cuidado en la memoria vaga, sin plazo, sin mayor intención de ser olvidada que pereza de visitarla.
Cada sueño robado engorda el abrigo, otra hoja negra que pudrir, que exhibir brillante sobre las antiguas blandas, menguantes.

Mientras hubiera ideas, sueños imposibles que trocar en desvelos, podría vivir. Podría si no hubiera bajado en marzo a aquel pueblo tan excesivo, tan no pueblo. Esa noche sin luna robó sueños, como todas, tres hojas más grandes que cayeron en sus hombros, tres hojas cenizas que apagaron el brillo de tantos años de silencioso trabajo.
Ni un solitario ladrón de luces escapa al aire sin alma de una gran ciudad. Lo sabe ahora que se mueve lento, pesado, sombra en grises de sus años de brillo negro, dejándose ver más de lo prudente de camino al siguiente otero al que llega tarde, sin tiempo ni fuerza para sacudirse el polvo que amarillea su abrigo y seca sus palos. Seca su interior de maldad inocente, sin sitio para esa confortable podredumbre vegetal.
Triste, entiende que el hombre encontró cómo librarse de él sin saber de qué lo hacía,  sin haberlo visto ni haberle puesto siquiera nombre. Poco le había importado no ser temido, villano fino que se deleitaba con la belleza del trabajo impecable, sin grandezas, sólo el placer de hacer el mal porque el bien de toda la vida era soso y aburrido. Un mal lejano al terror sordo que ahora le hacía toser y dudar en cada luna nueva. Bajaba con pereza y robaba sueños inocuos, hojas pardas en su gabán y poco más que un cambio de postura en el robado.
En octubre, agotado, sus palos limados hasta el borde del abrigo, no encontró el camino de vuelta desde una plaza lluviosa a la que daban cinco calles demasiado parecidas. Miró sus brazos y ni la lluvia conseguía sacar destellos de sus hojas de tacto de trapo. De su cara caían gotas, o lágrimas, o ambas.
Vacío, sin encanto, pensaba hacerse jirones cuando algo le tocó la espalda. Al girarse encontró una anciana menuda que vestía camisón claro y zapatos de papel pautado. Cruzaron sus miradas confundidas diciéndose ¿qué hacemos aquí?, hasta que la anciana comenzó a caminar. Despacito para saber que la seguiría le llevó por la calleja de la iglesia al camino que había perdido. Donde empezaba la negrura descalzó sus pies encogidos y envolvió los palos romos con el papel. - Te vi de niña frente a la puerta del panadero, aunque no te recordaba tan torpe. Será la edad de mis ojos que no ven tampoco en qué casa estoy dormida -. Se giró de vuelta a la plaza y bajo el primer farol algún soplo de aire de otoño desenredó de su pelo blanco una hoja negra, nueva, pequeña, que voló hasta el bolsillo del abrigo espejando luces de velas de cera.

viernes, 14 de agosto de 2015

Libreta

Hoy, poesía de tu silencio, volví a hojearte un año después.
Sin brasa, pavesas que no son, palabras de cuadro, me has dicho, me has callado, te has tarareado melodías de letras sin canción,  de relatos que no escribí, que olvidé por no llevarte hilvanada en un bolsillo de traje y corbata, bolsillo de zapatos que no sirven para andar y entonaron con sordina de moqueta las historias que no saben decir los números. Se fueron sin humo.
¿Bailamos?