Entraban con sus camiones rojos hasta tres cuartos de la
calle. Paraban. Tres niños idénticos abrían la puerta de atrás y se sentaban en
el borde a escribir nadie sabe qué en sus cuadernos forrados de barro seco. Dos
horas más tarde la calle entera era un espacio vacío, donde daba igual abrir
los ojos o cerrarlos, escuchar o taparse los oídos, oler o tantear con las
manos. Nada. Nadie. Espacios borrados que antes tuvieron nombre y números de
casas, aceras, algún árbol, coches, luces, ruido, besos, gente.
Nada sin viento. Nada sin techo, sin suelo.
Al día siguiente los habitantes no aparecían en sus
trabajos ni los niños en la escuela, y cada vez quedaban menos carteles en las
estaciones para decirles qué hacer a su vuelta; hacía ya dos años del primer
vacío y nadie había regresado (si es que se fueron a alguna parte). Muchos
intentaron entrar y sólo consiguieron que su siguiente paso ya fuera al otro
lado de ese vacío, en la próxima calle aún tangible.
Sólo los callejones de los viejos barrios sin artistas
tenían aún pulso en Ciudad Tierra para sentir miedo y para susurrar en las
orejas que “dicen que dentro se parece a la negrura de los campos de Marte”.
Pero nadie había entrado y los detectives se perdían persiguiendo rumores
mientras Ciudad Tierra se callaba y se volvía lenta y sorda hasta quedarse
quieta, sentada en el asfalto de las calles cegadas sin salida, islas para
ratones.
Cuando empezó a buscar respuestas levantando la vista
encontró nubes como páginas onduladas.
Cuando quiso lanzar preguntas volvió el viento, hojeó
las nubes y empezaron a llover finas gotas cuadradas como viñetas de tebeo, arrojando
diagonales de nada
… quizá alguien tuvo tiempo y lágrimas de verle un lado
poético a su final mudo, ¿pero de qué te sirvió, Noir, en ese momento en que
también tú fuiste borrado?
(tangente a otra
distopía: Crimen y Telón (de Ron Lalá))