martes, 2 de enero de 2018

Borrado

Entraban con sus camiones rojos hasta tres cuartos de la calle. Paraban. Tres niños idénticos abrían la puerta de atrás y se sentaban en el borde a escribir nadie sabe qué en sus cuadernos forrados de barro seco. Dos horas más tarde la calle entera era un espacio vacío, donde daba igual abrir los ojos o cerrarlos, escuchar o taparse los oídos, oler o tantear con las manos. Nada. Nadie. Espacios borrados que antes tuvieron nombre y números de casas, aceras, algún árbol, coches, luces, ruido, besos, gente.

Nada sin viento. Nada sin techo, sin suelo.

Al día siguiente los habitantes no aparecían en sus trabajos ni los niños en la escuela, y cada vez quedaban menos carteles en las estaciones para decirles qué hacer a su vuelta; hacía ya dos años del primer vacío y nadie había regresado (si es que se fueron a alguna parte). Muchos intentaron entrar y sólo consiguieron que su siguiente paso ya fuera al otro lado de ese vacío, en la próxima calle aún tangible.

Sólo los callejones de los viejos barrios sin artistas tenían aún pulso en Ciudad Tierra para sentir miedo y para susurrar en las orejas que “dicen que dentro se parece a la negrura de los campos de Marte”. Pero nadie había entrado y los detectives se perdían persiguiendo rumores mientras Ciudad Tierra se callaba y se volvía lenta y sorda hasta quedarse quieta, sentada en el asfalto de las calles cegadas sin salida, islas para ratones.


Cuando empezó a buscar respuestas levantando la vista encontró nubes como páginas onduladas.

Cuando quiso lanzar preguntas volvió el viento, hojeó las nubes y empezaron a llover finas gotas cuadradas como viñetas de tebeo, arrojando diagonales de nada


… quizá alguien tuvo tiempo y lágrimas de verle un lado poético a su final mudo, ¿pero de qué te sirvió, Noir, en ese momento en que también tú fuiste borrado?




(tangente a otra distopía: Crimen y Telón (de Ron Lalá))