lunes, 1 de septiembre de 2014

Embrunraf

(para Luis Mingallón, por saber estar)


Cerrar una etapa, aparte de (parafraseando a un gran amigo) ser un manido concepto de psicología de barra de bar, contendría varios errores si lo usara para hablar de lo que sucedió hace unos días en Embrun (Alpes franceses): ¿es realmente posible dar algo por cerrado en una vida?, por definición del hecho de estar vivo esto ya se me cae de las manos; y por otro lado, ¿por qué nos empeñamos en hablar de etapas? ¿tanta necesidad de consumo tenemos que hasta el tiempo queremos dimensionarlo en pedazos acotables que nombrar y guardar en absurdos paquetitos con lazo? Qué placer da aclarar la cabeza y evitar convertir esto en una servilleta arrugada que tendría mejor lugar en un cubo.

Otra idea que me viene a la mente en mi naturaleza poco agresiva, es que cada vez aborrezco más el uso de términos bélicos como metáforas de cosa alguna. Sin embargo en las últimas semanas me vi en más de una ocasión diciéndome cosas del tipo "se acerca la batalla" o "preparado para mi guerra", etc. No diré que eso es el reflejo de la dureza del reto en sí, ni otra gilipollez semejante. Es lo opuesto. Me apenaba ver que en todo esto albergaba cierta violencia contra mí, ¿pero qué tengo que reprocharme?

Quizá en otro momento hubiera escrito una crónica del triatlón que corrí, pero estoy cogiendo el cuaderno a caballo entre el jardín del albergue y una roca en una playa solitaria mirando olas y viento con una capa de agua que me esconde de la lluvia, y el cuerpo me pide contar otra cosa.

Bajé aquí a decirle al mar que lo hice. No me va a escuchar, tiene el día enfurruñado, no está para nadie y no quiere que un ingrávido lo nade. Para esto me entiendo mejor con las montañas, son igual de impredecibles, pero siempre hemos hablado idiomas más cercanos. En cambio el mar ... he tardado mucho en disfrutarlo sin tenerle prisa. Emocionalmente me alejé del agua como medio desde crío, y de igual modo irracional necesité encontrarle un pinto para mi equilibrio. Puede que también por eso me guste el triatlón. No me permite apartarme de esos momentos que nunca me son fáciles, pero que he conseguido que me llenen, como un Quijote buscando sus gigantes.

Nadar en Embrun tiene mucho de esto. No hay olas, desde luego, es un lago. Pero la incomodidad de despertarte a las 3 y media y concentrarte de noche no te la quitas hasta que amanece en los Alpes y te ves nadando por segunda vez en un lugar apabullante que quieres que no vuelva a vencerte. El mar es una frontera poco más allá de la orilla. Mientras no rompa ese respeto tengo con él la partida en tablas, una de esas partidas que juegas en bucle. En Embrun tuve hace un año mi mayor decepción deportiva. Mala preparación, falta de concentración, de lucha mental ... todas las causas que quiera enumerar de un abandono, demasiadas ganas de tumbar después mi rey, jaque mate, no es mi sitio, me voy.

Durante meses las olas seguían demasiado altas. No puedes entrar. Largo.

No sé por qué. No sé cuándo. Pero algún día el tablero estaba allí otra vez, y bajo la peana del rey una nota con las esquinas ya dobladas: "su turno, aún".

Mi turno para volver a lo que algunos amigos llamaban "el reto imposible", misma partida, mismas reglas: sin tablas de entrenamiento, pulsómetros, dietas, ni cosa alguna que me alejara de la idea de que esto es mi tiempo libre y lo uso para divertirme. Más allá de relajar la carga de entrenamiento, el cambio esencial fue preparar la cabeza para algo que te escapa porque no has visto nada parecido; un ironman, el primero, es esa historia que aún no te ha contado; Embrun ni siquiera es un ironman al uso, es uno de los triatlones más duros del mundo, el siguiente escalón de dureza, un punto aún más irracional ... esa historia que ni siquiera se te ha ocurrido, otra barrera a tumbar como aquélla del chaval con pánico a sumergirse.

Y ésta también tenía que caer pensando, aprendiendo a concentrarme mejor, a aislarme, relajarme, a motivarme con granos de arena y crear reservas de alimento emocional a partir de esos entrenamientos fuera de lógica contando cuestas y corzos en La Jarosa, madrugando en cursos de foto en Bejes, corriendo en intermezzos londinenses o pedaleando de ida y vuelta a una boda a 200 kilómetros de casa. De los rastros que deja lo efímero vive tu cabeza cuando juegas en el alambre más fino y quebradizo que has conocido en tus viajes al límite.

Nada de lo que hayas pensado se parece a la realidad de correr un Embrunman. Tu parte racional te pide parar cien veces, dejarlo, por qué, ... . El resto de ti sabe que no valen frenos, que estás en el límite pero no para rebotar hacia abajo, sino para romperlo y crear uno nuevo más lejano que volver a perseguir. En el espacio que se abre en medio, entre el viejo y el nuevo, entiendes sobre la bici que lo de siempre no vale, la razón te traiciona, es vaga y cómoda y sigue pidiendo rendirte ... también es corta de memoria y ha olvidado el porqué de tu vida pegada al deporte, entrenas para poder sacar ahora los ases de donde los hayas guardado (más te vale tenerlos o el límite conocido te hará viejo a ti).

Le puedes poner nombres, St. Apolinaire, Izoard (hermosísimo), Pallon, La Chalvet; pero no, la carrera está en cada metro, los vas a pelear todos o te vas fuera del control de tiempos y de ahí a tu casa. Vas a bajar de la bici, a correr no sabes con qué fuerzas, pero salen de algún sitio y corres, cada metro es más caro, otra cuesta, otro tramo de viento, otra vez a apretar los dientes hasta que vuelvas por última vez al lago. En él comenzó todo de noche y de noche llegas a los últimos 3 kilómetros, los que ya no pesan, la hora de sonreír, la de emocionarte con el pueblo reflejado en el agua con tus zapatillas descontando saltos, acelerando, sprint de adrenalina, pasillo de gritos

... zancada sobre la línea de meta y los brazos buscando el arco con los ojos cerrados, sabiendo que un día lluvioso podré bajar al mar, sentarme en una roca con el agua del viento en la cara y, aunque no me quiera escuchar, decirle: ¿sabes qué? ... lo hice.



Te toca mover