lunes, 18 de abril de 2011

6

con tu permiso, Álvaro Tato

El traje a su percha y las babuchas a sus pies; con ellas se anda mal por la ciudad, pero todo sea por el uniforme, sólo suyo e incomprensible para cualquiera; ninguno de ustedes susurra las aceras como él lo hacía.

Una mano al bolsillo, una libreta; la otra, una pluma y a intentar contar de nuevo la historia que nunca conoció: Tela de nique barbados. Título obsesivo, la frase escuchada por descuido a un pirado después de las 12. Nunca dejó de sonar en su cabeza para no conseguir explicarla. Siempre le vencía.

Caminaba ciego por la calle sólo con ojos para el papel, sólo con oídos para sus babuchas lazarillas.

Cenaba cuando perdía, guardaba la pluma y comía despacio, a bocados muy pequeños, algo frío que sujetara con la zurda. Paraba sus pies y volcaba su tristeza paralizado en la hoja que aquella noche había quedado inservible.

Su absurda rutina le hundía cada noche un poco más, le había dado un nuevo mordisco al resto de su vida. A veces se arañaba la cara, harto de sí. Obsesionado, había ido alejándose de su familia, de sus íntimos, de sus amigos, conocidos nunca tuvo – o todo o nada – y su timidez no le permitía mirar a una mujer a los ojos. Se apartaba del mundo – porque tampoco sabe responderme -.

El martes rastreó su explicación rodeando la verja de un parque; sólo encontró un espejo. Estaba roto y mirarse allí le hizo gracia, pisaba su imagen rajada y se reía, se reía de aquel truco, de su desfiguración, de que el ruido del cristal al partirse le sacara un instante de su abstracción.

Por miedo no volvió.

El jueves sí y gritó ante una mujer desnuda, sus pechos tras las babuchas, abrió un par de veces la boca, pero ni dentro ni fuera del espejo hubiera podido alguien escucharle.

Imposible asomarse de nuevo allí. Al menos durante dos semanas en que las páginas perdidas se teñían con la tinta decolorada por sus lágrimas.

La vio con gafas y escribió en rojo; separó los pies y cada noche la libreta se le escurría al suelo; prometió vencerse gritando el título tras haberse atrevido a besarla. Y con el corazón muerto quiso entender la razón de que la belleza quebrada dejara de aparecer allí junto al parque. Amó el vacío. Esperando. Suplicó a la nada que le devolviera un cabello.

Arrodillado el lunes la volvió a encontrar pero bailaba abrazada a una sombra de pelo largo que al día siguiente lo tendría corto – y pasado mañana hará trenzas con mi pavor, te odio y me quedaré para perderte, pero nunca del todo -. Tiró la libreta sin preocuparle dónde; daba igual, ya reconocía que aquella frase no la oyó realmente nunca, de igual forma que años más tarde se alejaría del parque entendiendo que el espejo jamás estuvo roto. O se había obligado a pensarlo. Estaba perdido, sin conciencia no es posible saber y la conciencia no puede escucharse si hay cualquier ruido. Quizá ni un susurro de babuchas.

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