sábado, 26 de marzo de 2011

a las 9

Salía de la estación, pero no por la entrada de viajeros. Tranquilo. No iba con prisa, hasta que vi la rueda de ese bus echando humo mientras derrapaba hacia el enorme boquete del edificio por el que pretendía entrar. Era la trasera, y cuando apareció la delantera, contravolanteada por el conductor, yo ya estaba pegado a la pared contraria intentando evitar que me arrollara, vete tú a saber por dónde iba a acabar pasando esa mole descontrolada. Siguió derrapando cruzándose en la entrada y terminó dándose de plano contra la pared que yo tenía enfrente, pero no sonó el golpe, ni se rompió nada, sólo continuó adelante despacio, camino de la dársena que le tocara. Pareció que sólo a mí me extrañaba aquello y que el bus fuera tan alto, morado, tan estrecho (no cabía ni un asiento, imposible) y con un remolque blanco sin ventanas con un letrero azul que no leí. Me di la vuelta y un tipo alto, paticorto, con cabeza de muñeco de trapo calvo de ojos grandes, claros, me miraba reprochando mi cara de asombro; detrás de él otro, también de negro, tenía el mismo gesto que no cambiaron cuando pasé a su lado. Me estaba marchando a alguna parte que no recuerdo, o quiza nunca lo llegué a saber.
En mi cama me empecé a desperezar y a remolonear todo lo que no puedo otros días; la verdad de todo es que ya era sábado.

1 comentario: